El tiempo pasa y las experiencias se acumulan. Mirar atrás y recordarlas me sirve para saber que nunca serán suficientes. Me apetecía hacer algo solo. Algo largo y con tintes de aventura, donde hubiese que improvisar y sentir. Empecé a darle vueltas a esa idea y sin darme cuenta el 23 de julio estaba subido en un avión con destino Sevilla con dos botes de agua, dos pantalones cortos, un calzoncillo, dos camisetas, una gorra, dos pares de calcetines, una bayeta de cocina, gel, champú, cepillo de dientes, 3 barritas energéticas, carnet de identidad, dinero, tarjeta de crédito, móvil y cargador. La aventura estaba servida.
La idea era hacer el trayecto de Sevilla a Zarza la Mayor por el GR-100, más conocido como Vía de la Plata, en 5 días; aunque en realidad lo único que buscaba era estar unos días corriendo solo y ver qué me deparaba el camino.
A las 12:00 estaba saliendo del aeropuerto con 32 grados en el termómetro y a las 14:00 ya había hecho un rato el turista, así que, después de comer, decidí no perder el día y pasear hasta Guillena. Me separaban unos 20 kilómetros de distancia. Los 47 grados que encontré en el camino fueron una buena advertencia de lo que me esperaba. Lo que no encontré fueron sombras o peregrinos.
El despertador me sacaba de la cama del albergue municipal de Guillena a las 5:00, había que aprovechar el tiempo antes de que el sol abrasara, así que a las 5:30 la luz de mi frontal ya iluminaba el camino. Ahí estaba yo, en medio de la noche corriendo contra el amanecer, esforzandome por encontrar las marcas del camino y en vilo por los cientos de ojos de animales que acechaban desde la oscuridad mucho más asustados que yo.
Los primeros kilómetros pasan rápidos pero a eso de las 12:00 hay que bajar el ritmo debido a la temperatura. A partir de las 14:00 correr es una temeridad con el termómetro por encima de los 44 grados y sin un alma en el camino. El excesivo calor y lo distanciados que están unos pueblos de otros, entre 15 y 20 kilómetros, me obliga a llevar dos litros y medio de agua encima.
En las horas de más calor solo puedo caminar y se me hace eterno. A las 18:00 llego a Monesterio, primer pueblo de la provincia de Extremadura, con 80 kilómetros en las piernas y una insolación preocupante. Me cuesta conciliar el sueño, el cuerpo me arde y me desilusiona la idea de tener que caminar más que correr, sé que estoy cansado y que es el cansancio el que está pensado por mí, así que no le doy más vueltas y procuro descansar lo máximo para la etapa de mañana.
Cuando el despertador suena a las 5:30 me cuesta levantarme. Estoy cansado y no tengo ganas de salir de la cama, doy varias vueltas y tras varios minutos decido incorporarme. Estoy pagando las horas bajo el sol de estos dos últimos días: la cabeza me duele y el dolor se agudiza con cada movimiento, unas náuseas repentinas me avisan de que siempre se puede estar peor. Me recuesto sobre la cama otra vez y consulto en el móvil los horarios de los autobuses que van a Cáceres. No hay problemas, sale un autobús cada hora. Sé que no estoy en condiciones de correr, pero ya que estoy aquí... Decido tomármelo con calma: intentaré desayunar algo y si soy capaz de hacerlo saldré a ver si se me pasan el dolor de cabeza y las náuseas. Si es así continuaré, en caso contrario volveré al pueblo y cogeré el primer autobús a Cáceres, es sencillo.
Consigo desayunar mejor de lo que esperaba, sobreviene alguna arcada pero al poco de acabar el malestar desaparece. El dolor de cabeza aún persiste pero confío en que ocurra lo mismo que con el estómago y mitigue hasta desaparecer. Me preparo y salgo. Está amaneciendo y se ve con claridad, aún así me cuesta orientarme y encontrar la salida del pueblo. Solo puedo caminar, si trato de correr cada zancada se convierte en un martillazo en la cabeza. He avanzado unos 5 kilómetros y sigo igual, es hora de tomar una decisión. Me paro en medio del camino, miro hacia atrás y decido continuar, aunque sea hasta el siguiente pueblo... La temperatura de la mañana es baja y me sienta bien. Voy atravesando un banco de niebla tan denso que estoy empapado. Poco a poco me he ido olvidando del dolor de cabeza. De repente me doy cuenta de que estoy corriendo con una sonrisa en la boca y con más ganas que nunca.
Voy pasando pueblos y a medio día el calor es otra vez insoportable. Los pueblos que cruzo entre las 15:00 y las 17:00 parecen desiertos. Los que me miran desde detrás de los ventanales de bares y tiendas parecen que están viendo a un extraterrestre con gorra sahariana. Los tramos de asfalto son los peores, está tan caliente que la suela de la zapatilla parece de plastilina. Sé que tengo ampollas pero no me molestan, me olvido de ellas y trato de calcular el tiempo que me queda hasta llegar a Villafranca de los Barros, pueblo donde tengo previsto pasar la noche. Desde lo alto de un cerro se ve el pueblo muy cerca, calculo una media horay acelerando el paso gracias a la motivación de ver la meta tan cerca, pero las distancias engañan y el camino serpentea, lo que yo pensaba un rato se convierte en una hora y media eterna que me hace llegar agotado. Busco un hostal, después de media hora buscando el albergue municipal resulta que está cerrado. Una vez en la habitación comienza la rutina de cada día: ducha de agua fría para bajar lo más rápidamente la temperatura corporal mientras aprovecho para lavar la ropa que volveré a usar mañana. Una vez aseado y sin perder tiempo toca buscar un supermercado para comprar la cena, el desayuno de mañana y todo el líquido que pueda.
Hoy han salido 70 kilómetros y tumbado en la cama preparado para descansar me doy cuenta de que estoy muy cansado y empiezo a preguntarme si tiene sentido continuar y si no he tenido ya suficiente. El calor y la deshidratación están haciendo que las distancias que hago parezcan el doble y estoy mucho más cansado de lo que debería, tanto que sin querer me quedo dormido.
A las 5:30 el despertador me arranca de un sueño placentero y la frustración del despertar se ve compensada por las sensaciones que tengo al incorporarme. Me encuentro sorprendentemente descansado y con energías renovadas. Desayuno sin perder un minuto y preparo varios bocadillos para la primera parte de la etapa de hoy. Hay que aprovechar las horas sin calor para no quedarme pronto sin agua ya que el primer pueblo lo tengo a 27,5 kilómetros. Parece que lo de perderme al salir de los pueblos me ha gustado y lo vuelvo a hacer sumando un par de kilómetros extras. "More kilómetres more fun".
En la primera parte del trayecto avanzo muy rápido, el terreno es completamente llano y solo algún despiste en el camino me hace perder algo de tiempo. En Mérida el calor vuelve a ser sofocante y muy incómodo, pero entrar en esta ciudad viniendo desde Sevilla por la Vía de la Plata y cruzar su majestuoso puente romano, el más largo del imperio, anestesia todo lo demás. Sin duda ese momento lo recordaré para siempre.
Al salir de Mérida espera un tramo de asfalto que continúa más allá del embalse romano de Proserpina. Es el tramo más duro de todo el recorrido. Son las 14:00 y tengo que refugiarme a la sombra de una marquesina de madera, tengo la sensación que me voy a desmayar del calor. Ante este panorama decido acortar la etapa que tenía prevista para hoy y hacer noche en el siguiente pueblo. Me separan sólo 10 kilómetros y como es temprano decido ir la mayor parte del tiempo caminando. Después de 60 kilómetros estoy en Aljucén con la ventaja de tener más tiempo para descansar y sin haber hecho hoy un gasto excesivo.
Esta vez madrugo yo más que el despertador, está programado a las 6:30 pero desde las 6 estoy despierto. No tengo prisa, ayer no pude comprar nada de comida y tengo que esperar a las 7 a que abra el bar del pueblo para desayunar. Una vez terminada la comida más importante del día comienzo la etapa. Tengo las mejores sensaciones de todos estos días, la etapa de ayer fue más corta de lo planeado y hoy he dormido más que nunca. Puedo correr a un ritmo bastante alegre y disfruto de verdad. A los pocos kilómetros, atravesando una dehesa de encinas, entro en la provincia de Cáceres. La sensación es difícil de describir: todas las dudas y preocupaciones del camino desaparecen de golpe, noto como mi cuerpo rebosa energía, me siento en casa, completo y satisfecho. Grito y acelero el ritmo. Corro como si estuviese disputando una carrera, el pulso se dispara y las piernas se quejan pero las ignoro, ya no hay ni baches ni piedras en el camino, no quiero que este instante termine nunca. Llego a Valdesalor, quedan 8 kilómetros para llegar a Cáceres y ya sé que ese será el final de mi aventura. No puede haber mejor final que ese, en mi ciudad. Disfruto cada zancada de este último tramo, el camino ya es conocido y se desliza bajo mis pies sin esfuerzo. Llego a la plaza mayor después de 300 kilómetros y antes de lo deseado. Me premio con una jarra de cerveza y paella mientras admiro la parte antigua de la ciudad y pienso en la siguiente aventura.